Antonio Martorell
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Andrés Mignucci: el espacio habitado en libertad

¿Cómo concebir una jaula que no encierre, una cerca que no divida, un juego de mesa inamovible? La respuesta tiene nombre, apellido y profesión: Andrés Mignucci, arquitecto.

Gocé del privilegio de colaborar con este amigo y juguetón arquitecto-urbanista en proyectos de arte público que evidencian lo dinámico de estas aparentes contradicciones y sus imaginativas soluciones: el espacio habitado en libertad, el adentro y afuera de una ecuación entre función y belleza, arquitectura y plástica.

Es el gozo lo que permanece y lo revivo ahora que nuestro Andrés Mignucci ha emigrado ¡quién sabe a dónde! para allí crear mágicas estructuras, habitáculos inéditos, residencias, espero que eternas, escribe Antonio Martorell.
Es el gozo lo que permanece y lo revivo ahora que nuestro Andrés Mignucci ha emigrado ¡quién sabe a dónde! para allí crear mágicas estructuras, habitáculos inéditos, residencias, espero que eternas, escribe Antonio Martorell. (Suministrada)

Comencemos con las reglas del juego. Mignucci es (me cuesta utilizar el tiempo pasado al referirme a mi amigo) bonachón; imposible conocerlo y no abrazarlo. Lo afectivo, por lo tanto, permea el proceso de creación colaborativa; el juego de pie aliviana la tarea.

Construir un aviario en el Parque de los Niños fue volver a la infancia y el ensueño. Levantar una jaula libre para que los pájaros la visiten, se posen, alimenten, bauticen sus nombres y luego sobrevuelen las letras que los identifican como reinitas y san pedritos, pitirres, palomas collarinas, changos y ruiseñores en colorido torbellino y armoniosa algarabía supone, literalmente, vuelo imaginativo.

Los amigos de Santiago Metal forjaron en metal nuestro sueño, la alcaldesa Sila María Calderón comisionó el albergue, el cielo azul nos brindó amparo. Que un arquitecto logre una residencia tan temporal como resistente para inquilinos gratuitos y fugaces, una casa con más huecos que paredes, no es aventura fácil.

Nuestra segunda colaboración confirmó la vocación de Mignucci para evocar y otorgar nueva vida y función a la historia sanjuanera. La Plaza Salvador Brau, mejor conocida como La Barandilla, se transformó en sala de estar sin techo, pero con piso de losas inscritas con fechas y lugares memorables y hasta entonces olvidadas. Los muebles, adecuados a los transeúntes que allí se sentaban a jugar dominó y alimentarse. Entonces, ¿cómo no hacer de las mesas y sillas fichas de dominó tachonadas con el lenguaje del pasatiempo: abro, paso, chucha y tranco?

Mi hijo Giovanni dirigió la construcción del mobiliario en cemento proyectado a durar, pero los vaivenes políticos lo condenaron a una breve, aunque celebrada, existencia durante la cual fue escenario de fotos, almuerzos, meriendas y, por supuesto, partidas de dominó.

Mignucci condujo con una sonrisa todo el proceso, una fiesta de principio a fin. Bajo su grata supervisión y nuevamente con la colaboración de Santiago Metal erigimos una cerca metálica configurada por poemas y canciones alusivas a San Juan tachonadas de vidrios coloridos y aplicados por el amigo y vitralista Luis Torres Tapia. Años después Mignucci diseñaría una bellísima residencia para él y Elena González en Cayey.

Ahora paso por la plaza y lamento la ausencia de nuestro gozoso esfuerzo, de lo cual tan solo permanecen la verja y el recuerdo del placer compartido entre creadores y agradecidos parroquianos.

Es el gozo lo que permanece y lo revivo ahora que nuestro Andrés Mignucci ha emigrado ¡quién sabe a dónde! para allí crear mágicas estructuras, habitáculos inéditos, residencias, espero que eternas, para albergar esta humanidad, menos humana ahora, sin él.

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