No sé si el Comisionado de la Policía lo sabe, pero el trabajo de los sociopenales del país no es un jueguito de pillo y policía frente a las cámaras, escribe Cezanne Cardona Morales
No sé si el Comisionado de la Policía lo sabe, pero el trabajo de los sociopenales del país no es un jueguito de pillo y policía frente a las cámaras, escribe Cezanne Cardona Morales
No sé si el Comisionado de la Policía lo sabe, pero allá por los noventa, el piso ocho del Centro Judicial de Bayamón estaba lleno de pitonisas. Mi mamá era una de ellas: hombreras, cinturón ancho, tacos, pollina, teasing en el pelo, aretes pesados que rajaban el chicho de la oreja, café puya en el escritorio, cigarrillo o bolígrafo azul alternados y una libreta amarilla en la que cabía esa parte del mundo que nos gusta menos. Y es que en aquellas libretas había un mapa humano y en letra cursiva: los nombres de los convictos, de sus familiares, de sus amigos, de los perjudicados, la dirección de las casas donde había grilletes electrónicos, los pequeños negocios circundantes y todo un croquis social con el que se supone los convictos se reinsertarían a la libre comunidad. Además de pitonisas se les llamaba Trabajadoras Sociales o Técnico Socio Penal para efectos del vocabulario judicial. Pero afuera de la oficina de Probatoria y Libertad Bajo Palabra les llamaban de otra forma; “La Misi” las menos veces y “La Social” las veces más, tal vez por ese taconeo incesante que ralentizaba el futuro en las aceras de los barrios o por la sutil laboriosidad con que le arrebataban a Albert Camus aquella famosa frase: “entre la justicia y mi mamá, prefiero a mi mamá”.
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