La maternidad en mí
Nunca fui una Susanita. De niña no ocupaba mi mente ser madre. Tampoco pensaba en ello en mi temprana adolescencia. Desde niña solo soñaba con ser actriz. Mi madre, en cambio, soñaba con ser abuela. Se suponía que estudiara, me casara y tuviera hijos. Así era la mentalidad de esos tiempos. Si no te casabas y tenías hijos serías llamada “jamona” el resto de tu vida.
Pasaron los años y de pronto me encontré hablando de hijos con mi novio, sentada en el balcón de mi casa mirando las estrellas. “Tendremos tres hijos y si salen a ti serán los ‘manchaos’ porque tienes muchos lunares”, decía el futuro padre de mis hijos.
Me gradué de bachillerato un domingo y el próximo sábado me casé. Once meses después, a los veintidós años, me convertí en la madre de una hermosa niña.
:format(jpeg)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/gfrmedia/LA5HRPQJEFBBJDRVBSSGQGKDWA.jpg)
El embarazo fue todo un reto. Siempre escuché decir que el embarazo embellece. Nada que ver conmigo, piel manchada, piernas hinchadas, hervedera, una mala barriga que duró los nueve meses y como si fuera poco, un parto por cesárea. En fin, una verdadera tortura.
Tan pronto le vi la cara olvidé las torturas del embarazo y me enamoré perdidamente de aquella pequeñita. Me recuperé de los horrores de la cesárea y evidentemente olvidé todo, pues tuve dos cesáreas más. Finalmente llegaron los tres “manchaos” que habíamos soñado bajo las estrellas.
Mis sueños de niña se desviaron y tomé otro rumbo. Místicamente me convertí en periodista.
Un buen día salí de Mayagüez y regresé a Río Piedras. Tomé a mis hijos por los pelos, me divorcié y quedé sola con el reto de criar tres niños en el área metropolitana.
Fue entonces cuando empecé a plantearme qué conllevaría ser una buena madre. Después de todo, ahora era totalmente responsable del desarrollo físico, educativo y emocional de dos niñas y un niño.
Mi trabajo era arduo. Horas interminables, a veces hasta la madrugada, pues estaba destacada en el Capitolio. Me equivoqué en muchas cosas; después de todo, no hay una escuela para padres. Todo es prueba y error.
Según crecieron, cada día más eran todo para mí. Vivía para sostenerlos, protegerlos y guiarlos a lograr sus sueños. Mientras pensaba cómo guiarlos a ser personas de bien, mi vida era cada día más compleja, llena de retos y obstáculos. De pronto, sin darme cuenta, mis hijos me guiaban a mí. Fueron mi soporte, mi timón, mi conciencia, mi salud mental.
Crecieron como robles, fuertes, sólidos y tenaces. Se adaptaron a todo. Ninguna de las adversidades que enfrentamos los sacó de balance. Les tocó tomar siestas debajo de los escritorios en la sala de prensa del Senado. La mayor aprendió a cocinar a los nueve años para ayudarme con la preparación de los alimentos. Si se revolcaban por ser niños bastaba con decirles “tendré un día complicado, por favor cooperen conmigo que tengo que llevarlos a la escuela y no puedo llegar tarde hoy”. Eran soldados cuando era necesario tener mucha disciplina para que todo funcionara.
En momentos de tranquilidad los metía en la cama conmigo, cada quien con un libro y todo el mundo a leer al menos una hora. Hacíamos pasadías en el patio.
Cuando llegaron a la adolescencia teníamos reuniones de familia para dirimir diferencias. Cuando ellos tenían alguna molestia conmigo, ya saben, tres contra uno y yo calladita me veía más bonita. Los escuchaba desahogarse y llegábamos a acuerdos. Si yo tenía que pedir perdón lo hacía. Cuando las diferencias eran entre ellos, yo actuaba de árbitro y ellos siempre llegaban a entendidos.
Así pasaron los años y yo produje dos obras de teatro en las cuales tambien actué. Fue maravilloso tenerlos en el equipo de producción. Hacían de todo, trabajaban más que yo, no me dejaban caer.
De pronto me daban más lecciones a mí que yo a ellos. Eran los años de abrirme paso en mis carreras y pasaba las de Caín ante mis frustraciones. Un día, ante mis lamentos, la del medio me dijo, “mami nosotros estamos aquí para ayudarte. En realidad tú solo necesitas de tus polluelos, y eso somos, tus polluelos”.
Mis años entre los treinta y los cincuenta fueron los más inestables, dolorosos y angustiantes de mi vida. Ese trío me salvó de mí misma más de una vez.
“Siempre pasan unas cosas para que ocurran otras”, como siempre me decía mi amiga Miriam. Mi sueño principal no era ser madre, pero ser madre es lo mejor que me ha pasado en la vida. Soy afortunada de haber traído al mundo a esos tres maestros que nunca permitieron que me derrumbara del todo y se hicieron cargo de sacarme a flote cada vez que parecía que iba a naufragar.
La maternidad, por tanto, ha sido la mayor fortuna de mi vida. Necesitaré muchas vidas más para pagar esa gran deuda de gratitud con ellos.
Soy feliz de haber aceptado los retos de esa misión que me ha llenado de satisfacciones cada día de sus hermosas vidas. Hoy los tres son seres humanos de bien y cada cual ha seguido forjando sus sueños sin parar. Todos me llenan de orgullo y me hacen sentir que valió la pena por mucho ser mamá.
LEE MÁS:
Las madres como primeras maestras, por Mildred Falcón Huertas
Otras columnas de Delvis Griselle Ortiz
lunes, 13 de marzo de 2023
Lecciones de vida en la noche del Oscar y el Mundial de Béisbol
Nuestro equipo es aguerrido y lo demostró hasta el final, aunque esta vez perdimos. Pero, ganes o pierdas, siempre es bueno ver buen béisbol, escribe Delvis Griselle Ortiz
viernes, 25 de noviembre de 2022
El breve espacio en que te quedas, querido Pablo Milanés
Sus letras nos guiarán siempre en las profundidades del amor. Su música siempre recorrerá nuestras venas, escribe Delvis Griselle Ortiz
lunes, 5 de septiembre de 2022
“Corazón de Papel” y otro aniversario del huracán María
Corazón de papel, trabajo teatral dirigido por Pedro Adorno suma un escalón en la trayectoria incomparable de Agua Sol y Sereno, escribe Delvis Griselle Ortiz
sábado, 14 de mayo de 2022
Éter de Marian Pabón: un caso de violencia doméstica pura y dura
Todo queda retratado. Nada falta. Esta pieza es un espejo y un magnífico punto de mira sobre el problema de la violencia doméstica en Puerto Rico, escribe Delvis Griselle Ortiz