Los puertorriqueños no somos un país de cultura política violenta; preferimos convertir la revuelta, siempre cívica, en fiesta. La ‘comparsa’ es la gran metáfora de estas manifestaciones, escribe Edgardo Rodríguez Juliá
Los puertorriqueños no somos un país de cultura política violenta; preferimos convertir la revuelta, siempre cívica, en fiesta. La ‘comparsa’ es la gran metáfora de estas manifestaciones, escribe Edgardo Rodríguez Juliá
Antes de entrar en materia, y descifrar ese número que encabeza el artículo, merecemos un pequeño desvío: Los testimonios norteamericanos sobre nosotros los puertorriqueños oscilan entre la empatía y el sarcasmo. Cuando el Dr. Francis W. O’Connor visitó Puerto Rico en 1927, auspiciado por la Rockefeller Foundation para planificar importantes estudios epidemiológicos y sentar cátedra en la recién inaugurada Escuela de Medicina Tropical, su Diario se caracteriza por una empatía que a veces alcanza un aprecio profundo de los puertorriqueños y de sus esfuerzos salubristas. Solo un comentario mordaz encontramos en su ecuánime prosa: Compara La Perla con un barrio del Londres de Dickens y a su gente como “the last resort of degraded humanity”. Hasta ahí su arrogancia imperial.
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